Oscar A. Fernández O.
Cuando las izquierdas revolucionarias intentamos definir democracia revolucionaria, estamos reflexionando acerca de las bases para la construcción del modelo político de una sociedad distinta, una sociedad de cambios profundos, dónde en principio el poder omnímodo del capital sea supeditado y el pueblo participe efectivamente, en las grandes decisiones del Estado.
Este modelo en ciernes establece la diferencia tajante con la democracia capitalista (burguesa) o la democracia del sistema, que es el modelo con el cual Washington y el FMI ha uniformado América Latina y el mundo. De aquí, es que una estrategia de resistencia y alternatividad a la homologación política se impone radicalmente. Sin duda, otra realidad mejor es posible. La tesis sobre “el fin de la historia” es quizás la aseveración más estúpida jamás hecha con tanta vehemencia. La historia no acaba, lo sabemos por que lo hemos estudiado, experimentado y por que esta experiencia se ha concebido como teoría.
Este concepto no representa una consigna abstracta que resume una táctica determinada, no es ni siquiera una línea estratégica particular, menos importante, necesaria para un tiempo determinado del proceso de cambios profundos. Ni táctica ni estrategia, ella es una necesidad fundamental para cualquier revolución si es verdadera. Una realidad tan objetiva como las luchas de clases mismas, una fuerza transformadora de las relaciones sociales vigentes y por ende sometida a cambios asimismo.
Es una tendencia que nace de las mismas luchas populares contra el capitalismo y su esencia explotadora, la organización de las comunidades para dar solución a sus problemas, nada espontánea como predican algunos debido a que su lógica parte de las necesidades, de las realidades objetivas.
Por su parte, las izquierdas reformistas y socialdemócratas en el subcontinente, tan en boga hoy frente a la confusión ideológica y la alineación al “nuevo orden”: la economía de mercado o neocapitalismo, están cayendo en la trampa que les ha tendido el poder económico: trabajar en las transformaciones sociales y políticas que le resuelvan los problemas colaterales al gran capital. Es decir, trabajar para consolidar el modelo imperante y tratar de sacarlo de la crisis. El objetivo pactado es reducir las condiciones sociales y políticas que siempre han precedido a las tormentas revolucionarias del siglo pasado. Estas causas históricas comienzan a resurgir cada vez con más fuerza, sobre todo en Latinoamérica.
Los propósitos de estas “izquierdas” reformistas son la transición y aceptación ordenada del sistema, una democracia política un poco menos centralizada, los cambios controlados dentro del orden, en fin lograr la compatibilidad entre democracia y capitalismo, una perversa falsedad que la historia demuestra que es excluyente. La aparente compatibilidad entre democracia y capitalismo siempre dependió de la capacidad con que la democracia burguesa consiguió a través de conflictos controlados y de consensos manipulados, promover un mejoramiento poco significativo de la redistribución de la riqueza y la estabilización de los trabajadores y las clases medias, y hacer de tal promoción una palanca para el desarrollo del propio capitalismo. El populismo del actual Presidente con la complicidad de los reformistas busca ese objetivo.
El Estado capitalista es una respuesta a la necesidad de mediar en el conflicto de clases y de mantener un “orden” que reproduce el dominio económico del gran capital (Daniel Reis: El Manifiesto comunista 150 años después)
Ahora bien, la inquietud principal sobre la viabilidad en el tiempo o efectividad de estas organizaciones para la transformación social, es la interrogante a la que debemos buscar respuestas.
Una de ellas nos remite al Estado existente. La Democracia Revolucionaria no podrá sobrevivir de mantenerse y fortalecerse el viejo Estado burgués, ella representa su antagonismo, por lo tanto ese viejo Estado luchara por destruirla, así resulta vital para la revolución soslayar al viejo Estado burgués de la participación de estas organizaciones en la cuestiones del nuevo Estado social y democrático. Esta es la etapa en que hemos de construir la transición de este proceso y definir el rumbo.
Un nuevo modo de vida conscientemente orientado y construido podría ser la idea de una democracia revolucionaria, dónde el pueblo decida y establezca la institucionalidad sobre el derecho de recibir los beneficios sociales edificados por el esfuerzo conjunto de toda la sociedad, estableciendo lo que básicamente necesiten para reproducir su existencia con dignidad: salarios y pensiones adecuados y provisión de los servicios de seguridad social. Esto presupone, en una primera etapa la preeminencia de un Estado social, el sometimiento del poder económico privado y el proceso de creación de otra cultura: la de los nuevos valores de la solidaridad y el derecho a que las personas decidan los rumbos de su existencia, teniendo a su base la igualdad social.
La democracia revolucionaria, posiblemente deberá establecer la limitación entre desigualdad máxima y definir igualdad básica y esto no solo según la capacidad de cada quién como ha sido la tradición socialista, sino también según las opciones de cada individuo por un modo de vida, cuyo objetivo no necesariamente sea idéntico al de los demás, en términos de exigencias materiales.
El trabajo no deberá ser esclavizante y explotado y en varias actividades el tiempo libre quizás será mayor, porque se ha demostrado que el trabajo aisladamente, no es la medida absoluta para responder a las necesidades de cada persona. La democracia revolucionaria será el inicio de la ruptura radical con el Estado actual y el orden establecido y el punto de partida para que el pueblo construya conscientemente, una nueva realidad de derecho, justicia y desarrollo equitativo.
Bajo un nuevo Estado revolucionario y con la participación efectiva de las organizaciones populares conscientes y correctamente dirigidas por su vanguardia revolucionaria, la socialización de los medios de producción deja de tomar formas capitalistas, pero solo al término de una larga lucha de clases, que resulta inevitable.
Fuente citada:
http://www.diariocolatino.com/es/20090521/opiniones/67033
Cuando las izquierdas revolucionarias intentamos definir democracia revolucionaria, estamos reflexionando acerca de las bases para la construcción del modelo político de una sociedad distinta, una sociedad de cambios profundos, dónde en principio el poder omnímodo del capital sea supeditado y el pueblo participe efectivamente, en las grandes decisiones del Estado.
Este modelo en ciernes establece la diferencia tajante con la democracia capitalista (burguesa) o la democracia del sistema, que es el modelo con el cual Washington y el FMI ha uniformado América Latina y el mundo. De aquí, es que una estrategia de resistencia y alternatividad a la homologación política se impone radicalmente. Sin duda, otra realidad mejor es posible. La tesis sobre “el fin de la historia” es quizás la aseveración más estúpida jamás hecha con tanta vehemencia. La historia no acaba, lo sabemos por que lo hemos estudiado, experimentado y por que esta experiencia se ha concebido como teoría.
Este concepto no representa una consigna abstracta que resume una táctica determinada, no es ni siquiera una línea estratégica particular, menos importante, necesaria para un tiempo determinado del proceso de cambios profundos. Ni táctica ni estrategia, ella es una necesidad fundamental para cualquier revolución si es verdadera. Una realidad tan objetiva como las luchas de clases mismas, una fuerza transformadora de las relaciones sociales vigentes y por ende sometida a cambios asimismo.
Es una tendencia que nace de las mismas luchas populares contra el capitalismo y su esencia explotadora, la organización de las comunidades para dar solución a sus problemas, nada espontánea como predican algunos debido a que su lógica parte de las necesidades, de las realidades objetivas.
Por su parte, las izquierdas reformistas y socialdemócratas en el subcontinente, tan en boga hoy frente a la confusión ideológica y la alineación al “nuevo orden”: la economía de mercado o neocapitalismo, están cayendo en la trampa que les ha tendido el poder económico: trabajar en las transformaciones sociales y políticas que le resuelvan los problemas colaterales al gran capital. Es decir, trabajar para consolidar el modelo imperante y tratar de sacarlo de la crisis. El objetivo pactado es reducir las condiciones sociales y políticas que siempre han precedido a las tormentas revolucionarias del siglo pasado. Estas causas históricas comienzan a resurgir cada vez con más fuerza, sobre todo en Latinoamérica.
Los propósitos de estas “izquierdas” reformistas son la transición y aceptación ordenada del sistema, una democracia política un poco menos centralizada, los cambios controlados dentro del orden, en fin lograr la compatibilidad entre democracia y capitalismo, una perversa falsedad que la historia demuestra que es excluyente. La aparente compatibilidad entre democracia y capitalismo siempre dependió de la capacidad con que la democracia burguesa consiguió a través de conflictos controlados y de consensos manipulados, promover un mejoramiento poco significativo de la redistribución de la riqueza y la estabilización de los trabajadores y las clases medias, y hacer de tal promoción una palanca para el desarrollo del propio capitalismo. El populismo del actual Presidente con la complicidad de los reformistas busca ese objetivo.
El Estado capitalista es una respuesta a la necesidad de mediar en el conflicto de clases y de mantener un “orden” que reproduce el dominio económico del gran capital (Daniel Reis: El Manifiesto comunista 150 años después)
Ahora bien, la inquietud principal sobre la viabilidad en el tiempo o efectividad de estas organizaciones para la transformación social, es la interrogante a la que debemos buscar respuestas.
Una de ellas nos remite al Estado existente. La Democracia Revolucionaria no podrá sobrevivir de mantenerse y fortalecerse el viejo Estado burgués, ella representa su antagonismo, por lo tanto ese viejo Estado luchara por destruirla, así resulta vital para la revolución soslayar al viejo Estado burgués de la participación de estas organizaciones en la cuestiones del nuevo Estado social y democrático. Esta es la etapa en que hemos de construir la transición de este proceso y definir el rumbo.
Un nuevo modo de vida conscientemente orientado y construido podría ser la idea de una democracia revolucionaria, dónde el pueblo decida y establezca la institucionalidad sobre el derecho de recibir los beneficios sociales edificados por el esfuerzo conjunto de toda la sociedad, estableciendo lo que básicamente necesiten para reproducir su existencia con dignidad: salarios y pensiones adecuados y provisión de los servicios de seguridad social. Esto presupone, en una primera etapa la preeminencia de un Estado social, el sometimiento del poder económico privado y el proceso de creación de otra cultura: la de los nuevos valores de la solidaridad y el derecho a que las personas decidan los rumbos de su existencia, teniendo a su base la igualdad social.
La democracia revolucionaria, posiblemente deberá establecer la limitación entre desigualdad máxima y definir igualdad básica y esto no solo según la capacidad de cada quién como ha sido la tradición socialista, sino también según las opciones de cada individuo por un modo de vida, cuyo objetivo no necesariamente sea idéntico al de los demás, en términos de exigencias materiales.
El trabajo no deberá ser esclavizante y explotado y en varias actividades el tiempo libre quizás será mayor, porque se ha demostrado que el trabajo aisladamente, no es la medida absoluta para responder a las necesidades de cada persona. La democracia revolucionaria será el inicio de la ruptura radical con el Estado actual y el orden establecido y el punto de partida para que el pueblo construya conscientemente, una nueva realidad de derecho, justicia y desarrollo equitativo.
Bajo un nuevo Estado revolucionario y con la participación efectiva de las organizaciones populares conscientes y correctamente dirigidas por su vanguardia revolucionaria, la socialización de los medios de producción deja de tomar formas capitalistas, pero solo al término de una larga lucha de clases, que resulta inevitable.
Fuente citada:
http://www.diariocolatino.com/es/20090521/opiniones/67033